miércoles, 24 de junio de 2009

Los Chaneques



A principios de septiembre de 1935, cuando las lluvias hacen brotar todos los arroyos, el campo está florecido y los árboles reviven cubriéndose de hojas. (…)

Mi tía abuela venía de Cutzamala, donde había visitado a su hermana y se dirigía a caballo rumbo a Huetamo. Venía sola, ya que ella no le tenía miedo a nada ni a nadie, según contaban. Había salido bien temprano, ya que pensaba en llegar a San Lucas alrededor del mediodía, comer en una de las fondas de la plaza y estar al atardecer en su casa.
Ya había pasado Salguero y se estaba internando por la ladera de las montañas para llegar al Malpaso, un cañón donde había una cueva metida en lo alto del cerro, quien estaba custodiada por Juan Soldado. Así le decían a una conformación geológica de piedra verde que parecía un monito parado vestido de militar que se encontraba en la entrada de la misma. (…) De esa cueva se contaba que estaba llena de tesoros porque en ese lugar se enfrentaban en duelos a muerte los brujos cuando no querían que alguien se aliviara. (…)

Mi tía abuela atravesó un arroyo de aguas cristalinas y cauce no muy fuerte ni profundo. (…)El cantar de las piedras arrastradas por el agua, lo limpio del líquido y lo frío de la temperatura invitaban al baño; lo frondoso de los árboles, al descanso y la soledad que se podía palpar con las manos, a la meditación. Pero mi tía abuela no hizo nada, siguió de frente y empezó a subir en medio de las hierbas, por ese tiempo florecidas, y cueramos llenos de racimos con diminutas florecillas blancas.

Las amapolas crecían por todas partes lo mismo que las flores cabezonas y el juanmecate colgaba de las ramas con sus guías llenas de botones color fucsia.

A veces se oían a lo lejos ladridos de perros o se divisaba humo que salía de las cocinas, indicando que por ahí cerca había un rancho donde había casas donde habitaban algunos campesinos con sus familias. Después, otra vez el silencio envolviéndolo todo, sólo interrumpido por el chocar de los cascos de la bestia contra las piedras y, nuevamente, la vereda que se abría paso entre los árboles que crecían a los lados; como en ese tiempo todo reverdecía y estaba nublado, era agradable ir en el caballo cabalgando hacia donde uno quería.

Al dar una vuelta en el camino mi tía abuela divisó unos huaches que reían y jugaban alrededor de un árbol que estaba ardiendo sin llamas, se veían cenizas, algunas brasas y algo de humo, como si la noche anterior hubiera caído un rayo. Los huaches estaban tan enfrascados en sus juegos que no advirtieron que ella se aproximaba.

Ya más cerca pudo distinguir a cinco huaches de entre seis y ocho años, que mas bien parecían enanos con el cuerpo medio cuadrado y los brazos arqueados que se balanceaban al caminar. Se aventaban brasas y piedras, hablaban entre sí con una especie de gruñidos o un lenguaje muy gutural y parecían felices riéndose y jugando.

Al llegar frente a ellos, mi tía abuela les pudo ver la cara, nada diferente al tipo de cualquier huache de por allá: de un moreno amarillento, nariz chata y ojos un poco rasgados, labios gruesos, boca grande, pelo lacio, mirada penetrante y algo fuera de lo común: las orejas muy grandes. No podían ser enanos porque no tenían barba ni bigote sino la tez completamente lisa y lustrosa.

Ellos ni en cuenta la tomaron y, como si no la hubieran visto, siguieron en sus juegos y jolgorios. Se aventaban brasas ardiendo y al esquivarlas soltaban las carcajadas. Se subían al árbol caído y ahí levantaban un pie, se paraban de manos y hacían malabarismos. Se gritaban entre ellos, pero no se entendía nada de lo que decían que debía ser algo divertido porque otra vez, se reían a carcajadas.

-Huaches tengan cuidado no se vayan a quemar. ¿Dónde andan sus papás que no los cuidan? ¿Qué andan haciendo aquí tan solitos y, luego jugando con lumbre?
Cuando mi tía abuela había acabado de hablar los muchachitos aquellos no respondieron nada. Pararon su juego, la miraron con una mirada feroz, la escupieron y empezaron a aventarle piedras.

Enojada les gritó:
-O´ra verán cabrones, ahorita me bajo del caballo y les meto una joda pa´que se les quite lo malcriados y groseros.
Diciendo y haciendo, llevó el caballo junto a un árbol, desmontó de la albarda, lo amarró, cortó una vara y ya iba empezar a darles una buena tunda cuando los chiquillos, al verla decidida, corrieron y se perdieron en medio de los árboles gritando palabras que no se entendían.

Se volvió a subir al caballo y quedó preguntándose, ¿de dónde había salido tanto huache? No se miraba humo cerca, ni se oían ladridos de perros, ni siquiera a lo lejos algún sonido. Además, eran cinco, todos casi de la misma edad. Tenía que haber varias familias y no se acordaba que hubiera ningún rancho cercano. Bueno, a lo mejor están por otro rumbo y éstos se desbalagaron por acá, pensaba cuando volvió a retornar al sendero rumbo al Malpaso.

Siguió su camino, llegó al desfiladero, después a San Lucas, donde no quiso comer, ya que se le había quitado el apetito y ya iba bajando el cerro de Dolores desde donde se divisaba Huetamo, cuando empezó el malestar y la calentura. Sin explicación alguna la temperatura del cuerpo le subió, sudaba copiosamente y todos los huesos le dolían como si la hubieran apaleado. Sentía que en ese estado no podía cabalgar ni un kilómetro más porque se iba a caer del caballo.

A duras penas llegó a la casa, se fue directo a la cama y mandó traer un doctor para que la viera. El médico le recetó unos papeles y un jarabe, pero como a la media noche la situación había empeorado grandemente. Ya miraba visiones, la cabeza le quería estallar de los dolores tan fuertes y le quitaban sábanas tras sábanas mojadas del sudor que le salía debido a la fiebre.

Como a las tres de la mañana se durmió pero a las seis que despertó otra vez empezó el dolor de cuerpo y la temperatura a subir. Llegó doña Linda, una vecina y le dijo:
-Tere, a mi se me hace que te escupieron los chaneques. Mejor que traigan flores, vas y se las avientas por el arroyo en la mañana, es la única forma de que te alivies. Dicen que eso les gusta mucho porque se ponen a jugar con ellas. Si sigues viendo al doctor a lo mejor te pones más mala, porque para la escupidera de los chaneques no hay remedio.

Mi tía abuela no era supersticiosa ni creía en esas cosas, así que no le hizo caso y esperó ese y otro día. La fiebre bajaba y subía, a veces se sentía en buenas condiciones pero al rato, le dolía todo el cuerpo y tenía que acostarse porque sentía que la vista se le nublaba y que se desmayaba. En efecto, la medicina que le recetó el doctor no le sirvió para nada, ya que al tercer día, si era cierto que no estaba peor, tampoco se le habían quitado los males. Cuando la fue a ver la comadre File, también le dijo lo mismo:
-Comadre Tere, pa´mi que te escupieron los chaneques. Dicen que son malos espíritus del más allá que cuando los miran las gentes se enojan, avientan piedras o lo que tienen a la mano, te escupen y no te hablan. Acuérdate si no viste por ahí unos huaches que no te hayan contestado cuando les hablabas y te hayan escupido.

Recordó los chamacos que jugaban en el árbol quemado pero de todos modos no creyó. Pasó una semana y las cosas siguieron igual. Fiebre intermitente. Dolores de huesos. Desmayos. La vista que se nublaba y como que se quería caer. En eso llegó doña Chole, una amiga de ella quien le dijo:
-Mira Tere, no seas tan terca y ya te traje aquí las flores, dicen que deben de ser de tirínchicua y de tabachín, pero ahorita en septiembre eso es imposible, pues ya acabaron de florear esos palos. Te traje mariposas, rosas coloradas y flores amarillas de la Loma para que mañana temprano te vayas al arroyo, te levantas la falda y empiezas a caminar en contra de la corriente mientras vas tirando una flor amarilla y luego una roja después una blanca, así hasta que te las acabes. Las flores las arrastra el arroyo.

Es la única cura que hay para los chaneques. Ya estuvo bien de no querer hacer esto. Total si te sirve, bien, y si no, nada pierdes. Así que dame un poche para poner las flores en el agua y mañana antes de que salga el sol te vas al arroyo.

Ante tanta insistencia, al otro día al amanecer, mi tía abuela agarró su ramo de flores y temprano se fue al arroyo. Se levantó la falda larga que siempre usaba, se la amarró a la cintura para que le llegara a la rodilla y empezó a caminar corriente arriba mientras iba dejando caer una flor amarilla y luego una roja, después una blanca otra vez una amarilla y, así, hasta que las terminó y regresó a su casa.

Ese día no tuvo fiebre aunque siguieron los malestares. Y, entonces, fue ella la que consultó qué más podía hacer. La respuesta fue unánime:
-Nada. Todos los días vas a hacer lo mismo. Vas al arroyo antes del amanecer y les tiras las flores. Poco a poco te van a ir desapareciendo los males hasta que te alivies.
Al segundo día ya no tenía temperatura ni dolor de cuerpo. Al tercero, los malestares eran muy pocos y al décimo día todo había desaparecido. Ella ya le había tomado fe a la cosa, así que todavía siguió yendo al arroyo por otro cinco días más, a tirar sus flores para aliviarse completamente. (…)


Vocabulario

Albarda: pieza del aparejo de la caballería, a manera de almohada sobre el lomo del animal. Silla de montar de cuero.

Chaneques o chanes:
hombrecillos traviesos que, según se cree, causan trastornos o encantamientos en las personas. Viven en los arroyos.

Juanmecate:
enredadera.

Poche: vacija cóncava de barro.

Tirínchicua:
vocablo purépecha que significa lo que cuelga de una parte alta. Árbol de flores amarillas.

Papeles:
tipo de medicamento en que la sustancia se impregnaba en papeles rectangulares de colores vistosos.


Bibliografía: Benítez Aguirre, Homero, El Huetamo que se fue,

Memoria histórica 1, Conaculta, Conafe, México, Df. 1999. pp.152-170.


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